6:02 pm Noticias

El virus que sacó a flote lo mejor del alma colombiana

Me había prometido a mí mismo que no escribiría ni una sola línea sobre la epidemia del coronavirus. Pero de repente sentí que se me conmovía el corazón con las imágenes que me enviaban por internet mis amigos, con las noticias que me iban llegando de todos los rincones del país, con lo que mis propios ojos podían ver desde el mirador del dormitorio.

Les pongo un ejemplo. Una noche de estas me asomé para ver el reflejo rutilante de la luna sobre el agua del mar. No había un alma en la calle. La gente obedecía las órdenes de cuarentena.

Lo que encontré fue que en los edificios de apartamentos las familias enteras estaban asomadas en balcones y ventanales, aplaudiendo y vitoreando.

De inmediato llamé a averiguar qué era lo que pasaba. Me contaron que, tal como sucedía a esa misma hora en el resto de Colombia, los cartageneros se habían unido con cariño y entusiasmo al homenaje que se rendía a médicos, enfermeras y auxiliares de salud por su heroica y arriesgada tarea en estas horas de angustia.

De varios balcones empezaron a salir cánticos improvisados: “Gracias, doctor: y gracias, hermanitas enfermeras”, “Dios se los pague en salud a ustedes y sus familiares”. Un merecido y hermoso homenaje de amor y gratitud.

¿Pintorescos y folclóricos?

Fue entonces cuando sentí el primer síntoma de alivio en mi alma. La verdad es que dos días antes había empezado mi propia cuarentena con una angustia en el pecho: ¿y si ahora lo que sale a flote es esa fama de indisciplinados, alocados y desordenados que tenemos los caribes? ¿De indolentes y folclóricos? ¿O será, más bien, que asumimos en serio esta emergencia?

Estaba pensando, con una grave inquietud, que esto podría convertirse en una horrible tragedia si a la enfermedad del virus le añadíamos la indiferencia, la infame consigna de sálvese quien pueda. ¿Seríamos pintorescos o sabríamos responder como seres humanos? ¿La gente atenderá las instrucciones de médicos y autoridades, o se irá a rumbear en los bares callejeros, ya que es viernes?

La respuesta me llegó poco después, en unos videos anónimos. Pequeños grupos de mujeres, en diferentes barrios de Cartagena, se movilizaban bajo la noche en vehículos particulares con los vidrios subidos.

Las arrancamuelas

De súbito, el carro se detenía en una placita del centro colonial. Le señora bajaba el vidrio. Llamaba a un hombre que llevaba una canasta al hombro.

—Véndeme unas arrancamuelas —le pedía ella.

El hombre, que era un humilde vendedor ambulante, le entregaba un paquetico de dulces.

—Son cinco mil pesos —le decía—, pero yo no tengo vueltos para ese billete de 100.000.

—Quédate con él —le decía la señora, entregándole el billete—. Es para que lleves algo de comer a tu casa.

El hombre, entre incrédulo y conmovido, tendió la mano. Claro que no había vendido nada en todo el día: los compradores habituales estaban, en buena hora, encerrados en sus casas. La señora bajaba el vidrio, daba instrucciones al chofer y seguía su marcha, en busca de otros necesitados.

La cárcel de San Diego

Lo más estremecedor de todo este episodio es que, a esa misma hora, como lo demuestran las imágenes vivas que me mandaron unos colegas periodistas, en Medellín estaba pasando exactamente lo mismo.

En la hermosa ciudad de las montañas, al otro lado del país, una señora detuvo su automóvil para comprarle a otro vendedor ambulante otro dulce: una cocada. Le pagó con trescientos mil pesos. Se los regaló con amor y ternura. El vendedor se echó a llorar.

Mientras tanto, en algunas cárceles del país se produjo un amotinamiento nocturno contra las autoridades. Hubo más de 20 muertos. Los presos dijeron que no les estaban dando atención médica ni autorizando visitas. Pero las autoridades replicaron acusándolos de querer aprovechar la confusión para evadirse.

Y, a esa misma hora, como si fuera un designio de Dios, me llega un paquete de fotografías enviado desde Bogotá por amabilidad de los funcionarios de la Procuraduría Delegada para la Salud y el Trabajo.

Son imágenes de la cárcel femenina de San Diego, en Cartagena, y en ellas se ve a varias reclusas anónimas sentadas frente a las máquinas de coser, fabricando tapabocas para regalárselos a la gente.

El mensaje que me llega adjunto a las fotos dice así: “Mientras otros reclusos en el país se rebelan porque no les dejan entrar el virus a las cárceles, llevado por las visitas, en la cárcel de San Diego hacen esto por la gente”.

Reaparecen los amigos

La cuarentena sirve no solo para evitar contagios y nuevas tragedias, sino, además, para que la familia pase unos días unida, aunque sea contra su voluntad, y para que aparezcan los viejos amigos, aunque sea porque no tienen más nada que hacer.

Uno de ellos fue mi compañero de colegio en épocas de la antigüedad, y con él mantuve una cálida relación de camaradas hasta que, hace unos años, nos distanció el ajetreo de la vida cotidiana, la falta de tiempo, las correndillas y agonías del frenesí diario.

Pues bien: en medio de la cuarentena me llegó un mensaje suyo. Me decía: “He pensado mucho en ti, hermano querido, en esta emergencia. Son tiempos propicios para renovar nuestros afectos. ¿Por qué nos perdimos el uno del otro? Pido al cielo que tu familia y tú estén en buena salud. No volvamos a incomunicarnos nunca más. No tengamos que esperar un virus que nos acerque de nuevo”.

El aire, el agua, los animales

Me levanto temprano el lunes festivo, abro las páginas de EL TIEMPO mientras me tomo una taza de café caliente y encuentro una noticia que acapara mi atención.

“Sustancial mejoría en el aire que respiran los bogotanos”, anuncia el periódico. “Según las 13 estaciones encargadas de medir la pureza del aire capitalino, por primera vez está en niveles aceptables”.

Me enfrasco luego en las páginas de El Universal, el diario local cartagenero, y me sorprende en primera página una foto hermosa, rutilante, insospechada. “La bahía de Cartagena vuelve a tener aguas cristalinas”, dice el titular. La superficie del mar se ve asombrosamente azul y verde en aquella bahía tan familiar, rodeada de edificios, puertos, murallas, y que hasta ahora era un basurero de color barroso.

Como si fuera poco, varias personas, que habitan en esas mismas orillas, me hacen llegar unos videos pasmosos. Los mensajes con que acompañan sus imágenes son un canto de júbilo. Están llenos de alegría y de signos de admiración. Solo contienen tres palabras: “Volvieron los delfines”. Ahí están, jugueteando en el oleaje, como niños que se entretienen alegremente, mientras las garzas, que están de regreso después de tanto tiempo, vuelan sobre ellos.

Y, como si faltara algo, una señora de Villavicencio, a la que conocí el otro día en una conferencia, me envía fotos de una bandada que pasa rasando sobre los techos de esa ciudad. “Mira esto”, dice ella. “Volvieron los pájaros al Llano”.

El diluvio universal

Entonces, sin poder evitarlo, es cuando resuelvo que, contra mi propia promesa, tengo que escribir sobre el tema porque me parece que, tras el virus, las muertes dolorosas, el desempleo que se ve venir, la caída económica del mundo entero, el miedo y el encierro, hay una especie de llamado de la naturaleza divina. Llamado y advertencia.

¿Era necesario encerrar a la humanidad entera, aunque fuera contra su voluntad, para que el hombre entendiera que no podía seguir por ese camino? No es nada gratuito ni fortuito que, mientras la gente está ausente, las aguas se purifiquen, los animales regresen, los pájaros vuelvan a volar, de nuevo el cielo se ponga azul. Mi memoria se detiene en ese momento sobre un episodio de la historia humana.

Reconstruyo en silencio lo que pasó hace más de cuatro mil años con el diluvio universal, que fue como el coronavirus de aquellos tiempos en la historia del hombre.

Los primeros textos que se conocen sobre el diluvio proceden de la Mesopotamia. En ellos se cuenta que los dioses resolvieron castigar a los seres humanos para que corrigieran su conducta y se enmendaran, ya que campeaban el odio entre hermanos, la envidia, la maldad, el crimen.

Así quedó descrito en varias tradiciones hasta llegar a la que acogieron judíos y cristianos en los primeros capítulos del Nuevo Testamento: el diluvio que castigó a los hombres y salvó a los justos, como Noé, su familia y los inocentes animales que los acompañaban.

¿Es el coronavirus otra prueba? ¿Tenemos que replantearnos nuestra presencia en el mundo? ¿Llegó la hora de hacer un alto en el camino y una rectificación?

Los buenos colombianos

Me duele en el fondo del corazón cada muerto por el virus. Cada noticia trágica. Pero soy optimista. Saldremos fortalecidos de esta agonía. Con fe y esperanza saldremos adelante.

Soy optimista porque me lo planteo de esta manera: los verdaderos colombianos no somos como la corrupción que se roba el presupuesto para la comida de los niños pobres, sino como las señoras que en diferentes regiones buscan a los vendedores ambulantes para ayudarlos.

No somos como los malos empresarios que destruyeron el sistema de salud, sino como los médicos, enfermeras y auxiliares que se ganaron aquel aplauso de ventanas y balcones.

No somos como los contratistas que se roban la plata destinada a las carreteras y a los hospitales, sino como las reclusas de la cárcel de San Diego, que cosieron tapabocas para regalarlos.

Epílogo

Cuando ya voy llegando al final de estas líneas, me informan que grupos de empresarios de Barranquilla y Cartagena, que a través de tantos años han sido más rivales que competidores, y mantienen sus disputas y enconos, ahora se unieron para repartir más de 200.000 mercados en los barrios pobres.

Y, tal como lo he visto en la prensa, lo mismo está ocurriendo en pueblos y ciudades por todo el país.

Me conmueve saber todo eso. Y, ya que no podemos darnos un apretón de manos, terminemos dándonos un apretón de corazones.

Escrito por: Juan Gossaín, Escritor y Periodista Colombiano.

Publicación original: El Tiempo